Corrían los años 70 y pico, inexperto, padre reciente, saliendo de la universidad, recién obtenida mi licencia de conducir,........escuché en la oficina de un grupo en el Silencio, Quepos, me parecía un lugar mágico, de los tiempos en que leía de los indios de la costa Pacífica del centro del país.
Era una zona remota, dominada por la United Fruit, con plantaciones de banano y cacao al principio y de palma aceitera después, accesible por lancha desde Puntarenas, por un camino sinuoso entre las montañas, de Puriscal a Parrita o por una trocha sin puentes que venía por Tárcoles, llanura de costa muy soleada y de hermosas playas, largas y desiertas, con una polvorienta carretera que seguía el trazado de un antigüo ferrocarril bananero, con puentes muy estrechos en la innumerable cantidad de arroyos y ríos que discurrían del macizo de Dota hacia el Pacífico.
Nunca imaginé lo importante que sería para mí esa primera visita, cómo marcaría mi vida el salir de la ciudad y vivir una realidad de campesinos invadiendo terrenos baldíos para tener un sitio donde trabajar y ver por sus familias, en contra del poderoso grupo industrial que tenía en concesión casi todas las tierras a lo largo de más de 50 kilómetros desde La Julieta...nombre de mi madre...hasta el río Savegre.
Y ahí, justo después del estrecho pero nuevo puente del río Savegre, en la llanura aluvial del poderoso río que bajaba desde el cerro División, marcando la entrada al Silencio, el puente del Guabas que 200 metros al noroeste, se unía al Savegre, empezaban los cultivos llanos y verdes, casi como mirar el mar, arroz, delicado y cimbreante con la leve brisa desde los vecinos cerros.
Me detuve, bajé y caminé por el camino de grava olfateando el tibio y perfumado aire, a vegetación, a tierra, un poco a mar, escuchando el débil rumor del río en el pedregoso cauce y el canto al final del día de algún apresurado pájaro camino a su morada, cuando ya acababa la tarde en un cielo rojo y morado, hacia el Almendro, dándo lugar a la noche de un día caluroso.
Algunos años después, padre e hijo, campesinos de la finca, chapeaban el zacate gigante de una gran ronda al fondo del Cenízaro, junto al Savegre, lote de 75 manzanas sembrado de arroz, una mañana de julio, sudorosos y confiados avanzaban con sus machetes derribando macollas de hasta 3 metros por toda la orilla. De repente un grito de dolor de Barboza, el padre, al que acude alarmado Lango su hijo, pensando en las abejas, alacranes o, peor aún, las serpientes que abundaban en los alrededores. Una enorme terciopelo aún merodeaba al padre que se sostenía la pierna, con el ruido de Lango, que se acercaba, se revolvió furiosa esperándolo por lo que el padre alarmado le gritaba que rodeára, que no viniese de frente, pero era tarde, ya estaba sobre ella y lo mordió en una mano, sin que con la otra le diese un certero machetazo que le cercenó la cabeza. El resto siguió retorciéndose aun en el pasto...
Ambos sabían el peligro que corrían, conocían a la más peligrosa de las serpientes venenosas en la zona, por lo agresivas y por las enormes cantidades de veneno que pueden inocular, con un escalofrío recordaban las noches en los corredores escuchando historias a la luz de las canfineras, de incidentes con las terciopelos.
Era casi el mediodía de un caluroso día en julio y había salido desde temprano a aforar el río que alimentaría el riego en los arrozales, construíamos las obras de toma y represa para desviar una parte hacia la finca, terminé sudoroso y escurriendo agua de las botas pensando ir al comisariato sobre la carretera por una cerveza antes de almorzar en el poblado.
Lango asustado se echó a la espalda a su padre y comenzó a atravesar por el terreno flojo recién arado hacia el antigüo camino que bordeaba el Cenízaro, y que había sido abandonado trás las llenas del año pasado,cuando varios tramos habían desaparecido,..nadie pasaba ya por ahí...., pensaba en su mano y en el incendio que en febrero había arrasado el galerón donde se guardaba el camión de acarrear el arroz, único transporte en el pueblo, dañado ese día, no había sido reparado. La vista se le nublaba, sentía la mano hinchada y comenzó a sentir un dolor punzante en el pecho, pero su padre estaba peor, la pierna inflamada delataba el daño y había perdido la conciencia, lo oía respirar junto a su cara , muy débilmente. Alcanzando el camino, decidió dejarlo en la sombra de un sota y tratar de atravesar el Mandarino, hacia el poblado donde alguien podría hacer algo,...si lograba llegar, pues mareado empezó a vomitar, mientras atravesaba los 600 metros que lo separaban de las primeras casas.
En la camioneta salí al camino de Santo Domingo, y enrumbé al oeste, pensando en seguir la trocha vieja para no subir al pueblo, ya regresaría por el otro lado a almorzar. Al dar vuelta en el sinuoso camino, noté un bulto junto al árbol allá adelante, me detuve y salté el drenaje para ver qúe pasaba y me encontré con mi amigo Barboza, que balbuceaba medio inconsciente y al mirar el pantalón arrollado y la tremenda hinchazón, me hice cargo de lo sucedido. Lo alcé y pasé la zanja con él para acomodarlo atrás y volé hacia el pueblo, a los 400 metros dí con Lango sentado a un lado; no había ido muy lejos; muy sudoroso pero consciente aún, que trataba de explicarme lo sucedido, lo puse junto a su padre y corrí a Quepos al Hospital, distante unos 30 kilómetros, pensé que me tomaría unos 40 minutos...volé...
Mientras Lango iba tendido en la parte trasera miraba las puntas de las palmas que pasaban contra el cielo y con una sonrisa pensaba........no estábamos en la raya.